Elegia I

AL DUQUE D’ALBA EN LA MUERTE
DE DON BERNALDINO DE TOLEDO

     Aunque este grave caso haya tocado
con tanto sentimiento el alma mía
que de consuelo estoy necesitado,
con que de su dolor mi fantasía
se descargase un poco y s’acabase
de mi continuo llanto la porfía,
quise, pero, probar si me bastase
el ingenio a escribirte algún consuelo,
estando cual estoy, que aprovechase
para que tu reciente desconsuelo
la furia mitigase, si las musas
pueden un corazón alzar del suelo
y poner fin a las querellas que usas,
con que de Pindo ya las moradoras
se muestran lastimadas y confusas;
que según he sabido, ni a las horas
que’l sol se muestra ni en el mar s’asconde,
de tu lloroso estado no mejoras,
antes, en él permaneciendo donde-
quiera que estás, tus ojos siempre bañas,
y el llanto a tu dolor así responde
que temo ver deshechas tus entrañas
en lágrimas, como al lluvioso viento
se derrite la nieve en las montañas.
Si acaso el trabajado pensamiento
en el común reposo s’adormece,
por tornar al dolor con nuevo aliento,
en aquel breve sueño t’aparece
la imagen amarilla del hermano
que de la dulce vida desfallece,
y tú tendiendo la piadosa mano,
probando a levantar el cuerpo amado,
levantas solamente el aire vano,
y del dolor el sueño desterrado,
con ansia vas buscando el que partido
era ya con el sueño y alongado.
Así desfalleciendo en tu sentido,
como fuera de ti, por la ribera
de Trápana con llanto y con gemido
el caro hermano buscas, que solo era
la mitad de tu alma, el cual muriendo,
quedará ya sin una parte entera;
y no de otra manera repitiendo
vas el amado nombre, en desusada
figura a todas partes revolviendo,
que cerca del Erídano aquejada
lloró y llamó Lampecia el nombre en vano,
con la fraterna rnuerte lastimada:
«¡Ondas, tornáme ya mi dulce hermano
Faetón; si no, aquí veréis mi muerte,
regando con mis ojos este llano!»
¡Oh cuántas veces, con el dolor fuerte
avivadas las fuerzas, renovaba
las quejas de su cruda y dura suerte;
y cuántas otras, cuando s’acababa
aquel furor, en la ribera umbrosa,
muerta, cansada, el cuerpo reclinaba!
Bien te confieso que s’alguna cosa
entre la humana puede y mortal gente
entristecer un alma generosa,
con gran razón podrá ser la presente,
pues te ha privado d’un tan dulce amigo,
no solamente hermano, un acidente;
el cual no sólo siempre fue testigo
de tus consejos y íntimos secretos,
mas de cuanto lo fuiste tú contigo:
en él se reclinaban tus discretos
y honestos pareceres y hacían
conformes al asiento sus efetos;
en él ya se mostraban y leían
tus gracias y virtudes una a una
y con hermosa luz resplandecían,
como en luciente de cristal coluna
que no encubre, de cuanto s’avecina
a su viva pureza, cosa alguna.
¡Oh miserables hados, oh mezquina
suerte, la del estado humano, y dura,
do por tantos trabajos se camina,
y agora muy mayor la desventura
d’aquesta nuestra edad cuyo progreso
muda d’un mal en otro su figura!
¿A quién ya de nosotros el eceso
de guerras, de peligros y destierro
no toca y no ha cansado el gran proceso?
¿Quién no vio desparcir su sangre al hierro
del enemigo? ¿Quién no vio su vida
perder mil veces y escapar por yerro?
¡De cuántos queda y quedará perdida
la casa, la mujer y la memoria,
y d’otros la hacienda despendida!
¿Qué se saca d’aquesto? ¿Alguna gloria?
¿Algunos premios o agradecimiento?
Sabrálo quien leyere nuestra historia:
veráse allí que como polvo al viento,
así se deshará nuestra fatiga
ante quien s’endereza nuestro intento.
No contenta con esto, la enemiga
del humano linaje, que envidiosa
coge sin tiempo el grano de la espiga,
nos ha querido ser tan rigurosa
que ni a tu juventud, don Bernaldino,
ni ha sido a nuestra pérdida piadosa.
¿Quién pudiera de tal ser adevino?
¿A quién no le engañara la esperanza,
viéndote caminar por tal camino?
¿Quién no se prometiera en abastanza
seguridad entera de tus años,
sin temer de natura tal mudanza?
Nunca los tuyos, mas los propios daños
dolernos deben, que la muerte amarga
nos muestra claros ya mil desengaños:
hános mostrado ya que en vida larga,
apenas de tormentos y d’enojos
llevar podemos la pesada carga
hános mostrado en ti que claros ojos
y juventud y gracia y hermosura
son también, cuando quiere, sus despojos.
Mas no puede hacer que tu figura,
después de ser de vida ya privada,
no muestre el arteficio de natura:
bien es verdad que no está acompañada
de la color de rosa que solía
con la blanca azucena ser mezclada,
porque’l calor templado que encendía
la blanca nieve de tu rostro puro,
robado ya la muerte te lo había;
en todo lo demás, como en seguro
y reposado sueño descansabas,
indicio dando del vivir futuro.
Mas ¿qué hará la madre que tú amabas,
de quien perdidamente eras amado,
a quien la vida con la tuya dabas?
Aquí se me figura que ha llegado
de su lamento el son, que con su fuerza
rompe el aire vecino y apartado,
tras el cual a venir también se ’sfuerza
el de las cuatro hermanas, que teniendo
va con el de la madre a viva fuerza;
a todas las contemplo desparciendo
de su cabello luengo el fino oro,
al cual ultraje y daño están haciendo.
El viejo Tormes, con el blanco coro
de sus hermosas ninfas, seca el río
y humedece la tierra con su lloro,
no recostado en urna al dulce frío
de su caverna umbrosa, mas tendido
por el arena en el ardiente estío;
con ronco son de llanto y de gemido,
los cabellos y barbas mal paradas
se despedaza y el sotil vestido;
en torno dél sus ninfas desmayadas
llorando en tierra están, sin ornamento,
con las cabezas d’oro despeinadas.
Cese ya del dolor el sentimiento,
hermosas moradoras del undoso
Tormes; tened más provechoso intento:
consolad a la madre, que el piadoso
dolor la tiene puesta en tal estado
que es menester socorro presuroso.
Presto será que’l cuerpo, sepultado
en un perpetuo mármol, de las ondas
podrá de vuestro Tormes ser bañado;
y tú, hermoso coro, allá en las hondas
aguas metido, podrá ser que al llanto
de mi dolor te muevas y respondas.
Vos, altos promontorios, entretanto,
con toda la Trinacria entristecida,
buscad alivio en desconsuelo tanto.
Sátiros, faunos, ninfas, cuya vida
sin enojo se pasa, moradores
de la parte repuesta y escondida,
con luenga esperiencia sabidores,
buscad para consuelo de Fernando
hierbas de propriedad oculta y flores:
así en el ascondido bosque, cuando
ardiendo en vivo y agradable fuego
las fugitivas ninfas vais buscando,
ellas se inclinen al piadoso ruego
y en recíproco lazo estén ligadas,
sin esquivar el amoroso juego.
Tú, gran Fernando, que entre tus pasadas
y tus presentes obras resplandeces,
y a mayor fama están por ti obligadas,
contempla dónde estás, que si falleces
al nombre que has ganado entre la gente,
de tu virtud en algo t’enflaqueces,
porque al fuerte varón no se consiente
no resistir los casos de Fortuna
con firme rostro y corazón valiente;
y no tan solamente esta importuna,
con proceso crüel y riguroso,
con revolver de sol, de cielo y luna,
mover no debe un pecho generoso
ni entristecello con funesto vuelo,
turbando con molestia su reposo,
mas si toda la máquina del cielo
con espantable son y con rüido,
hecha pedazos, se viniere al suelo,
debe ser aterrado y oprimido
del grave peso y de la gran rüina
primero que espantado y comovido.
Por estas asperezas se camina
de la inmortalidad al alto asiento,
do nunca arriba quien d’aquí declina.
Y en fin, señor, tornando al movimiento
de la humana natura, bien permito
a nuestra flaca parte un sentimiento,
mas el eceso en esto vedo y quito,
si alguna cosa puedo, que parece
que quiere proceder en infinito.
A lo menos el tiempo, que descrece
y muda de las cosas el estado,
debe bastar, si la razón fallece:
no fue el troyano príncipe llorado
siempre del viejo padre dolorido,
ni siempre de la madre lamentado;
antes, después del cuerpo redemido
con lágrimas humildes y con oro,
que fue del fiero Aquiles concedido,
y reprimiendo el lamentable coro
del frigio llanto, dieron fin al vano
y sin provecho sentimiento y lloro.
El tierno pecho, en esta parte humano,
de Venus, ¿qué sintió, su Adonis viendo
de su sangre regar el verde llano?
Mas desque vido bien que, corrompiendo
con lágrimas sus ojos, no hacía
sino en su llanto estarse deshaciendo,
y que tornar llorando no podía
su caro y dulce amigo de la escura
y tenebrosa noche al claro día,
los ojos enjugó y la frente pura
mostró con algo más contentamiento,
dejando con el muerto la tristura.
Y luego con gracioso movimiento
se fue su paso por el verde suelo,
con su guirlanda usada y su ornamento;
desordenaba con lascivo vuelo
el viento sus cabellos; con su vista
s’alegraba la tierra, el mar y el cielo.
Con discurso y razón, que’s tan prevista,
con fortaleza y ser, que en ti contemplo,
a la flaca tristeza se resista.
Tu ardiente gana de subir al templo
donde la muerte pierde su derecho
te basta, sin mostrarte yo otro enjemplo;
allí verás cuán poco mal ha hecho
la muerte en la memoria y clara fama
de los famosos hombres que ha deshecho.
Vuelve los ojos donde al fin te llama
la suprema esperanza, do perfeta
sube y purgada el alma en pura llama;
¿piensas que es otro el fuego que en Oeta
d’Alcides consumió la mortal parte
cuando voló el espirtu a la alta meta?
Desta manera aquél, por quien reparte
tu corazón sospiros mil al día
y resuena tu llanto en cada parte,
subió por la difícil y alta vía,
de la carne mortal purgado y puro,
en la dulce región del alegría,
do con discurso libre ya y seguro
mira la vanidad de los mortales,
ciegos, errados en el aire ’scuro,
y viendo y contemplando nuestros males,
alégrase d’haber alzado el vuelo
y gozar de las horas immortales.
Pisa el immenso y cristalino cielo,
teniendo puestos d’una y d’otra mano
el claro padre y el sublime agüelo:
el uno ve de su proceso humano
sus virtudes estar allí presentes,
que’l áspero camino hacen llano;
el otro, que acá hizo entre las gentes
en la vida mortal menor tardanza,
sus llagas muestra allá resplandecientes.
(Dellas aqueste premio allá s’alcanza,
porque del enemigo no conviene
procurar en el cielo otra venganza).
Mira la tierra, el mar que la contiene,
todo lo cual por un pequeño punto
a respeto del cielo juzga y tiene;
puesta la vista en aquel gran trasunto
y espejo do se muestra lo pasado
con lo futuro y lo presente junto,
el tiempo que a tu vida limitado
d,a1lá arriba t’está, Fernando, mira,
y allí ve tu lugar ya deputado.
¡Oh bienaventurado, que sin ira,
sin odio, en paz estás, sin amor ciego,
con quien acá se muere y se sospira,
y en eterna holganza y en sosiego
vives y vivirás cuanto encendiere
las almas del divino amor el fuego!
Y si el cielo piadoso y largo diere
luenga vida a la voz deste mi llanto,
lo cual tú sabes que pretiende y quiere,
yo te prometo, amigo, que entretanto
que el sol al mundo alumbre y que la escura
noche cubra la tierra con su manto,
y en tanto que los peces la hondura
húmida habitarán del mar profundo
y las fieras del monte la espesura,
se cantará de ti por todo el mundo,
que en cuanto se discurre, nunca visto
de tus años jamás otro segundo
será, desde’l Antártico a Calisto.