Garcilaso de la Vega, el guerrero poeta que encarnó el alma del Renacimiento español

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Historias de la historia – Antonio Pérez Henares

Garcilaso de la Vega, el guerrero poeta que encarnó el alma del Renacimiento español

Él encarna algo que resulta ser una de las características más singulares y luminosas de nuestra historia, y que derriba —y nunca mejor dicho, de un plumazo— la imagen de atraso e incultura con la que se ha pretendido despreciarla e insultarla

 Actualizada 04:30

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Garcilaso de la vega

 

Para definir al personaje, conocido como «Príncipe de los Poetas Españoles» y el alma misma del tiempo que le tocó vivir y que vivió apasionadamente, y cuyos valores encarna más que nadie, nada mejor que utilizar sus propias palabras —en verso, claro— sobre esa dualidad en sus oficios, el de las armas y el de literato, que él nos dejó como resumen: «tomando ora la espada, ora la pluma».

Él encarna algo que resulta ser una de las características más singulares y luminosas de nuestra historia, y que derriba —y nunca mejor dicho, de un plumazo— la imagen de atraso e incultura con la que se ha pretendido despreciarla e insultarla.

Es España el caso aparte y deslumbrante de algo que apenas tiene relevancia en otros países del entorno europeo en la época medieval: los guerreros, los nobles, hasta los propios reyes, tenían a gala ser ilustrados, y a su condición de caballeros armados añadían como alarde la de poetas. La estirpe del propio Garcilaso, un Mendoza, pero también un Manrique, así lo atestiguan. Ahí están El marqués de Santillana o las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. Y ahí está el rey Sabio, Alfonso X, y ahí estarían Cervantes en Lepanto, Lope en la Gran Armada y Calderón en los Tercios. Y uno cien más, si queremos. El mismísimo Hernán Cortés, por ejemplo.

El Renacimiento encontró en ellos el más fértil de los campos, y la llegada del veneciano Navagero, en misión diplomática para intentar liberar al rey de Francia, Francisco I, prisionero en Pavía, les abrió la puerta del endecasílabo. En Granada, en la Alhambra, junto al emperador Carlos y su esposa Isabel de Portugal, encontró a dos inseparables amigos: Boscán y Garcilaso de la Vega, «contino» del monarca y de familia muy allegada a los Mendoza, el conde de Tendilla, que mandaba la plaza. Y el verso rimado a la maniera italiana encontró en Garcilaso a quien lo elevaría al trono del Parnaso.

Garci Lasso de la Vega —para la posteridad, Garcilaso— vino a nacer en Toledo, allá por el año 1500; no hay certeza exacta al respecto. Murió muy joven, antes de alcanzar los cuarenta, en Niza, a causa de heridas de guerra. Era el tercer hijo de su padre, del mismo nombre, señor de Arcos y comendador mayor de la Orden de Santiago en León, y nieto de Elvira Lasso de Mendoza, hermana del marqués de Santillana.

Huérfano desde niño, fue educado con mucho esmero, como correspondía a su poderosa familia, en la Corte, donde aprendió griego, latín, italiano y francés, amén de esgrima y a tocar el laúd, el arpa y la cítara.

En el año 1522 ya servía al rey Carlos como contino, tras haber ido en el séquito del duque de Alba —emparentado con los Mendoza— a recibirlo a su llegada a España por Tazones (Santander). Al año siguiente ya había alcanzado la dignidad de caballero de Santiago y de gentilhombre de la Casa de Borgoña, donde se inscribían los más cercanos al ya emperador Carlos.

Garcilaso de la Vega

Garcilaso de la Vega

 

Su relación con los Alba y su amistad, desde el primer momento y hasta su muerte, con el luego gran duque Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel serían una constante. Ya estuvieron juntos en la acción de Fuenterrabía contra los franceses. Esa amistad le vendría muy bien más tarde en sus encontronazos con el propio monarca, que los tuvo —y algunos fuertes—.

Aunque siempre fue uno de sus más leales súbditos, no dudó en apoyarle desde el inicio, pese a que su propio hermano formó en el bando comunero durante la guerra de las Comunidades de Castilla, resultando herido en la batalla de Olías del Rey y participando en el cerco de Toledo, su ciudad natal, que defendía en este caso una de sus primas, María Pacheco, hija del Tendilla —una Mendoza—, viuda ya de Juan Padilla. Todo concluyó con la capitulación de la ciudad, que puso fin al levantamiento.

Su siguiente acción militar lo llevó, junto a Boscán y con Pedro de Toledo —otro Alba, luego virrey de Nápoles—, a Rodas, a intentar sin éxito que no cayera en manos de los turcos.

Por entonces, aunque ya se le reconocían algunos romances y había comenzado con la poesía, no gozaba todavía del prestigio que después alcanzaría. El famoso y alabado era Boscán y, de hecho, sus primeras publicaciones, años más tarde y tras su muerte, fueron un añadido de algunos de sus poemas a una obra de este.

Pero Garcilaso, ya antes, en su primera estancia en Nápoles (1522-1523), había sido tentado por aquellas nuevas formas a las que, después del encuentro en Granada, consagraría todo su genio. Sus primeros versos habían sido compuestos siguiendo las pautas tradicionales —la métrica cancioneril—, pero desechó la fórmula muy pronto y se entregó en alma y cuerpo, y nunca mejor dicho, al espíritu renacentista.

Antes había contraído matrimonio —pacto entre aristócratas— con Elena de Zúñiga, dama de la hermana de Carlos V, doña Leonor. Fijó su residencia en Toledo, cuando no estaba en campaña o atendiendo a sus obligaciones cortesanas. Amores aparte, y un hijo previo que reconoció más tarde y al que costeó la educación —Lorenzo Suárez de Figueroa—, tuvo con la Zúñiga cinco hijos. Aunque por Toledo no paraba mucho, llegó a ser regidor de la ciudad durante algún tiempo, pues debía viajar de continuo con el emperador.

Doña Elena seguiría habitando la casa familiar de Toledo toda su vida, hasta que falleció, veintiséis años después de la muerte del poeta.

Portada de Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega repartidas en cuatro libros, Barcelona, Carlos Amorós, 1543

Portada de Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega repartidas en cuatro libros, Barcelona, Carlos Amorós, 1543

 

En amores fue, desde luego, muy precoz y también exitoso. Los primeros conocidos son una aldeana extremeña, Elvira; una dama napolitana en su primera estancia allí, con apenas veinte años, cuyo nombre no sabemos; y, ya con fuerte eco en su obra, el de una prima suya, Magdalena de Guzmán, hija ilegítima de doña María de Ribera y monja por más señas, que parece ser el personaje de Camila. También Guiomar Carrillo, convertida en Galatea.

Particular impacto tuvo en él Beatriz de Sá, esposa de su hermano Pedro Lasso, y causa de no pocos disgustos, pues se unió con fervor a la causa comunera mientras él los combatía. Su cuñada lo dejó subyugado —y parece que con razón—, pues de ella se dijo que era «a mais fermosa molher que se achou em Portugal».

Las portuguesas, llegadas a España como damas de la hermosa reina Isabel de Portugal —no menos bellas que su señora y de costumbres más abiertas que las castellanas—, revolucionaron la Corte y tuvieron un tremendo impacto en la alta sociedad de la época. Los caballeros hispanos quedaron subyugados, y Garcilaso fue de los primeros en sucumbir, y con reiteración, a sus encantos, aunque alguna de ellas lo desdeñara y le hiciera sufrir lo suyo. De ello sacó provecho la literatura, pues por ahí llegaron los versos más hermosos del autor, considerados hoy cumbre de nuestra lírica.

Se supone que fue el caso de Isabel Freire —supuestamente la Elisa de sus versos—, que no le hizo ningún caso y se casó con otro, Antonio de Fonseca. Pero hay quien dice —y es quien está considerada como la mejor conocedora actual de Garcilaso, María del Carmen Vaquero— que, en realidad, Elisa pudo ser la segunda mujer de su hermano Pedro: la ya mentada y bellísima Beatriz de Sá, descendiente de un hidalgo francés, un Bettencourt, y de una princesa guanche.

Pero, rizando el rizo, la propia María del Carmen Vaquero ha descubierto también que quizás Elisa no sea ninguna de ellas, o bien una mezcla de tres. En un documento por ella encontrado aparece quien emerge como el primer gran amor de Garcilaso.

Fue una dama toledana, comunera, doña Guiomar de Carrillo, madre de quien luego reconocería como su hijo y de cuya relación dejó ella misma constancia por escrito, ya muerto él, de esta hermosa y clara forma: «Yo tuve amistad del muy magnífico caballero Garcilaso de la Vega… Entre mí y el dicho Garcilaso hubo amistad y cópula carnal mucho tiempo, de la cual cópula yo me empreñé del dicho señor Garcilaso, y parí a don Lorenzo Suárez de Figueroa, hijo del dicho señor Garcilaso y mío, siendo asimismo el dicho señor Garcilaso hombre mancebo y suelto, sin ser desposado ni casado al dicho tiempo y sazón».

La primera glosa que de su figura y carácter conocemos se la debemos al sevillano Herrera, publicada en el mismo siglo en que murió, y en ella señala un concepto hasta entonces no destacado: que junto —y hasta por encima— del linaje estaba el merecimiento propio, la verdadera nobleza. Aunque fue el suyo uno de los linajes más ilustres, su gloria se fundaba en su «virtud propria, porque los bienes agenos desseados de todos i tenidos en singular precio no merecen igual valor con los que nacen y viven en el ombre mesmo».

Monumento a Garcilaso en Toledo

Monumento a Garcilaso en Toledo

 

Lo describe también físicamente, y muy bien viene, pues no hay retrato de los que circulan que pueda afirmarse con certeza que sea verdadero: «En el ábito del cuerpo tuvo justa proporción, porque fue más grande que mediano, respondiendo los lineamentos i compostura a la grandeza».

O sea, que era guapo. Era, además, galante, culto y gentil con sus maneras y palabra, y destacaban en él su actitud para la música y su osadía para la guerra, lo que, unido a su máxima destreza con los versos, le valía el aprecio de «damas i galanes».

Y, encima, cercano al hombre más poderoso de su tiempo, el emperador Carlos V, que también contaba lo suyo. De hecho, partió de nuevo hacia Italia: primero a Roma, luego a combatir en la campaña contra los florentinos y, ante todo, para asistir al magno acontecimiento de la investidura de Carlos como emperador del Sacro Imperio Germánico, en 1530, celebrada en Bolonia, y acompañarle después a Mantua.

Las relaciones entre ambos eran excelentes, y el emperador le autorizó a volver a España, otorgándole una renta de 80.000 maravedíes anuales de por vida, en recompensa por sus servicios, «sin necesidad de servir ni residir en nuestra corte».

Pero el emperador sí le encargó algunas «cosillas», aconsejado por la emperatriz Isabel. Por ejemplo, viajar a la corte francesa y ver cuál era el trato que el liberado —y nada agradecido— Francisco I daba a su hermana Leonor de Austria, cuyo matrimonio le vino impuesto por el tratado conocido como la Paz de las Damas, tras su derrota en Pavía. Y, de paso, espiar un poco. Cumplió a la perfección ambas cosas.

Fue justo después cuando llegó el tropiezo con el rey Carlos. Garcilaso, contraviniendo sus órdenes, asistió y actuó como testigo de la boda de su sobrino —el hijo de su hermano Pedro, que había sido destacado comunero— con su adorada Beatriz de Sá. El emperador mandó apresarlo y que fuera confinado en una isla del Danubio, cercana a Ratisbona.

Allí estuvo más de un año, aunque al cabo más que preso era el huésped más agasajado por el conde que lo tenía bajo custodia. La intervención de su amigo y valedor, el duque de Alba, hizo que Carlos —sin que hubiera que insistirle mucho— le levantara el castigo. Los turcos comenzaban a amenazar Viena, y era mejor contar con él para lo que estaba por venir. Así, pasó a formar parte de las tropas del duque.

Garcilaso se instaló entonces en Nápoles, donde vivió una nueva época esplendorosa, de la que se convirtió en protagonista en todos los aspectos intelectuales. Estableció una gran amistad con los poetas y escritores italianos, y con algunas de las más deslumbrantes damas: «Era toda la gala y toda la damería de Italia, entre los cuales estaba Garcilaso».

Tumba de Garcilaso de la Vega en el Convento de San Pedro Mártir, en Toledo

Tumba de Garcilaso de la Vega en el Convento de San Pedro Mártir, en Toledo

 

Estaba el poeta en la plenitud de su vida, en todos los sentidos. Participó en los combates que tuvieron lugar en Túnez y, tras haber conseguido tomar el fuerte de La Goleta, fue herido por una lanza tanto en la boca como en un brazo.

Recuperado fue al año siguiente, 1543 —y no 15436 como erróneamente se ha copiado alguna vez—, cuando, al estallar la tercera de las guerras contra Francisco I de Francia, fue a la campaña de la Provenza como maestre de campo. Allí le esperaba la muerte, que en cierta manera él buscó de manera temeraria.

En septiembre, se lanzó el primero al asalto de una pequeña fortaleza en Le Muy, cerca de Fréjus, con tan solo la protección de una rodela. Una gran piedra le alcanzó en la cabeza cuando escalaba la torre y lo derribó, cayendo muy malherido en el foso.

Fernando de Herrera narra así su muerte: «Entonces, Garci Lasso, mirándolo el Emperador, subió el primero de todos por una d’ellas, sin que lo pudiesen retener los ruegos de sus amigos. Mas antes de llegar arriba, le tiraron una gran piedra, i dándole en la cabeça, vino por la escala abaxo con una mortal herida».

Trasladado a Niza, murió a los pocos días, sin que ni los médicos del emperador ni el desvelo de otro de sus grandes amigos —Francisco de Borja, luego jesuita y santo— pudieran hacer nada por su vida. Carlos V, furioso y apenado por la muerte de quien, a pesar de las desavenencias, tanto quería, mandó ahorcar, tras tomar la fortificación, a todos sus defensores.

Sus restos, tras un entierro pasajero en Niza, fueron llevados por su viuda a Toledo dos años después, donde, tras algunos cambios, acabaron donde se encuentran actualmente: en la capilla familiar de la iglesia toledana de San Pedro Mártir.

Al poco de su muerte, y justo al año siguiente de la de su gran amigo Boscán —quien había revisado y firmado el contrato de edición—, salió publicado en 1543 el libro titulado Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega. Fue tal el éxito que, ese mismo año, ya hubo dos ediciones furtivas (es decir, piratas) y poco después otras dos legales, una de ellas ya en Amberes, entonces ciudad señera en el arte de la imprenta.

Pero fue ya en el año 1569 cuando un librero salmantino decidió publicar a Garcilaso en solitario, preludio de la edición que en 1574 lanzaría definitivamente su fama: la edición comentada del Brocense, Obras del excelente Garci Lasso de la Vega, con anotaciones y enmiendas del licenciado Francisco Sánchez, catedrático de retórica en Salamanca, que añadía a lo publicado algunos sonetos y coplas inéditos.

A partir de ella, Garcilaso se convirtió en un culto que alcanzó su momento álgido cuando el mentado erudito —y también poeta sevillano— Fernando de Herrera sacó una nueva edición con anotaciones esclarecedoras de su obra y vida, de gran enjundia.

Portada de las obras de Garcilaso de la Vega

Portada de las obras de Garcilaso de la VegaInstituto Cervantes virtual

 

Desde entonces y hasta hoy, desde los más grandes autores del Siglo de Oro hasta nuestros días, Garcilaso de la Vega ha estado en lo más alto, con su «dolorido sentir», de nuestra lírica. Con estos versos lo glosaba Rafael Alberti:

«Si Garcilaso volviera,

yo sería su escudero;

¡qué buen caballero era…!»

Antes, en pleno Romanticismo, Gustavo Adolfo Bécquer lo había elegido también como referencia y lo calificó como «tipo completo del siglo más brillante de nuestra historia». Y nada más y nada menos que nuestra máxima cumbre literaria, don Miguel de Cervantes, lo consideró el modelo perfecto de poeta. Lo elogia por dos veces, tanto en La Galatea como en Los trabajos de Persiles y Sigismunda.

En esta última obra, así lo enaltece el autor de El Quijote: «Al jamás alabado como se debe poeta Garcilaso de la Vega, cuyas obras había visto, leído, mirado y admirado, así como vio al claro río», que no es otro que el Tajo: «Aquí sobrepujó en sus églogas a sí mismo; aquí resonó su zampoña, a cuyo son se detuvieron las aguas deste río, no se movieron las hojas de los árboles, y, parándose los vientos…».

¿Qué más puede añadirse tras ello? Pues quizás solo estos versos del propio Garcilaso, con los que concluye su Soneto V, considerado aún hoy la cima de toda nuestra poesía, en un podio compartido con Lope y Quevedo:

«Yo no nací sino para quereros;

mi alma os ha cortado a su medida;

por hábito del alma mismo os quiero.

Cuanto tengo confieso yo deberos;

por vos nací, por vos tengo la vida,

por vos he de morir, y por vos muero».

Toledo le vio nacer. Allí estuvo su casa y en ella crecieron sus hijos. Llegó incluso a ser su regidor, y allí reposa, en la iglesia de San Pedro Mártir. Pero su recuerdo está, como él siempre quiso, en el aire y en el rumor de las aguas del Tajo al abrazarlo.